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PELÍCULAS / CRÍTICAS

Slumdog Millionaire

por 

- Trainspotting pasea con Dickens por las calles de Mumbai. Los drogadictos del extrarradio de Edimburgo se asemejan a Oliver Twist bajo el prisma hindú

Trainspotting pasea con Charles Dickens por las calles de Mumbai. Los drogadictos del extrarradio de Edimburgo se asemejan a Oliver Twist bajo el prisma hindú, perfecta ilustración de las contradicciones modernas. Pero mientras Trainspotting termina con una frase llena de ácida y resignada ironía (“Elige la vida”), Slumdog Millionaire [+lee también:
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comienza con una sentencia categórica (“El destino está escrito”).

La versión oriental de Danny Boyle parece haber ganado en fatalismo y misticismo y añade un pellizco de Frank Capra a su fábula bollywoodiana. Sin embargo, el director de Manchester, recién llegado de un viaje al sol para su anterior trabajo, Sunshine [+lee también:
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, ha colocado su cámara digital SI-2K sobre el barro y la suciedad de las chabolas de Mumbai, pero sin olvidar su ya conocida estética “urgente”.

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En Slumdog Millionaire no se encuentran huellas de la desencantada filosofía de Irvine Welsh, sino el libro hindú ¿Quiere ser millonario?, de Vikas Swarup, una reflexión sobre la sociedad a través de un concurso de televisión (aunque el guionista Simon Beaufoy haya eliminado algunas escenas y referencias a la homosexualidad y la violencia doméstica). Una historia que su mismo autor ha definido muy hindú, pero que evoca temas y emociones universales, condensadas por Boyle en un mensaje de base: nuestra suerte puede aumentar si queremos, es posible ganar contra todo pronóstico.

Sin atisbo de sentimiento de culpa colonial, el británico Boyle convierte a su protagonista Jamal (Dev Patel) en el primer hombre de la post-globalización, un nuevo neo-romántico, puro y desinteresado. Un Cándido en Mumbai, como ha sido bautizado en un foro de Internet. Jamal participa en un concurso televisivo, el fenómeno mundial “¿Quiere ser millonario?”, pero su objetivo no es ganar dinero, sino volver a ver a la chica de sus sueños. Acierta todas las preguntas, pero nadie le cree, porque es el chico del té, uno que viene de las chabolas. Es demasiado pobre para ser inteligente y culto. Es uno del montón, un hombre de la calle. Estamos en India, aunque esta historia podría suceder igualmente en Edimburgo, en el Bronx, en la Nápoles de Gomorra, allá donde existan chabolas, barro, niños, tantos niños, pobreza y nuevos ricos, capos mafiosos y niños esclavos, Mercedes blindadas y locutorios.

La banda sonora de Slumdog Millionaire vuelve a incidir en la idea de una cultura popular globalizada, mezcla de tradición y vanguardia, como el cine, por otro lado. Una música compuesta por bases techno y pasajes de sitar, con los coros místicos de A.R. Rahman, un sufista de 43 años y el gurú del entretenimiento asiático que la revista Time ha definido “el Mozart de las Madras”, y las rimas de M.I.A., alias Maya Arulpragasam, descendiente de los tamiles de Sri Lanka crecida en el Hounslow londinense, que canta sobre la inmigración.

El choque de culturas deja de tener sentido, pero nos deja algo más profundo y terrible. En el emocionante final, Boyle completa su homenaje al musical hindi con una coreografía al más puro estilo de Bollywood, pero haciéndolo se entrega inconscientemente a la (hiper)realidad histórica al elegir como escenario la estación ferroviaria de Vittoria Terminus, que pocos días antes del estreno en Europa de la película ocuparía los titulares de todo el mundo por un sangriento atentado terrorista.

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(Traducción del italiano)

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