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GIJÓN 2014

Faro sin isla: fe ciega

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- La ópera prima de Cristóbal Arteaga, estrenada en el Festival de Gijón, aborda la pérdida de rumbo existencial en apabullantes paisajes gallegos

Faro sin isla: fe ciega

Galicia tiene quien la retrate. Su grandiosa orografía no sólo ha sido mimada por la cámara de Lois Patiño en Costa da Morte o, recientemente, por Ángel Santos en Las altas presiones (premio de la sección Nuevas Olas en el 11° Festival de Cine Europeo de Sevilla), sino que además ahora Cristóbal Arteaga, chileno afincado en Vigo, la ha convertido en mucho más que un personaje: es todo un espacio simbólico en su primera película, Faro sin isla [+lee también:
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, coproducción entre Chile, Costa Rica y España (Intricate Productions), que se ha presentado en la sección Géneros Mutantes del 52° Festival Internacional de Cine de Gijón. En los rompientes, bosques y arenales del Cabo Home (“hombre”) –el nombre del lugar es toda una declaración de principios–, en Pontevedra, se ha rodado esta fábula existencial sobre la cordura (y su pérdida), la fe quebradiza y la soledad arrasadora.

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A una isla llega Félix (Lois Soaxe), un mecánico de la Marina que toma el relevo de sus compañeros para cuidar el faro y, de paso, hacer penitencia alejándose de todo e intentar poner en orden su cabeza. Persona de profundas convicciones religiosas, anota en su diario sus diálogos con Dios mientras los días solitarios le van llevando hacia un estado espiritual que no planeaba. La religión cristiana y sus elementos están pues muy presentes en Faro sin isla: el cordero, las marcas en la puerta con sangre para ahuyentar las plagas o los peces (que aparecen fuera del agua como en una leyenda que el director escuchó en Chiloé -Chile-, sobre un pescador que se encontraba peces vivos en el monte, al más puro estilo realismo mágico de García Márquez).

Arteaga va construyendo, con un solo actor en medio de una naturaleza apabullante, el proceso de degradación de ese hombre que, a pesar de las inclemencias, intenta mantener viva su fe en un ser todopoderoso. Pero el director no se lo pone fácil al espectador: quiere que el público interprete y sea activo, así el film no tiene una sola lectura ni un sólo paralelismo, de Kubrick a Javier Rebollo pasando por Bresson (la sombra del Diario de un cura rural es aquí alargada) o títulos como Robinson Crusoe, El maquinista [+lee también:
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, eso sí, con muchos menos medios y una cámara que oscila sospechosamente para transmitirnos las mismas sensaciones que experimenta esta versión norteña del santo Job, perdido en su propia psicología, enfrentado a sus terribles fantasmas, atribulado, mártir de sí mismo, atormentado por el sentimiento de culpa que la Iglesia le impuso al nacer, dedicado a una oración constante que nadie parece escuchar y de la que deja constancia escrita para que así, al menos, exista.

Faro sin isla demuestra en sus fotogramas que su gestación fue altamente intuitiva y creció sobre la marcha a partir de un guión de 40 páginas escritas por su director. Eso le confiere ese nervio orgánico, vivo y minimalista que ya derrochó Arteaga en El triste olor de la carne [+lee también:
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, que también pasó por Gijón además de obtener el premio a la mejor película de la sección Resistencias del 10° Festival de Cine Europeo de Sevilla.

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